Hace más de cuarenta años, el 5 de junio de 1981, se diagnosticó el primer caso de sida. Desde sus inicios, la infección por VIH y el Sida trascendió lo biológico para convertirse en un fenómeno político y social con una alta carga moralizante, discriminatoria y estigmatizante, que culpabilizaba a las personas afectadas.
Empezó a denominarse peste rosa, cáncer gay o enfermedad de las cuatro haches, en referencia a los homosexuales, heroinómanos, hemofílicos y haitianos, que eran los grupos de personas a los que se pensaba en aquellos años que afectaba.
La historia de estos cuarenta años de pandemia ha estado llena de luces y sombras. Hemos pasado de aquel lamentablemente famoso slogan SILENCIO=MUERTE que el grupo activista ACT UP tomó como imagen central de la campaña en lucha contra el VIH/Sida, al esperanzador INDETECTABLE=INTRANSMISIBLE, que desde el entorno comunitario se promueve como mensaje para reducir el estigma de la sociedad y autoestigma de las personas con el VIH.
La respuesta al VIH se ha constituido como un catalizador en la conquista de derechos de las minorías sexuales, de las mujeres y las niñas, de las personas excluidas, migrantes, en situación de prostitución, de las personas privadas de libertad, de las usuarias de drogas, del derecho universal a la salud y el acceso global a tratamientos. La respuesta al VIH ha sido desde sus inicios básicamente una cuestión de derechos humanos.